Por el libro pasan las vendedoras de pescado, los tartaneros, los pescadores, las escenas sorollescas a la orilla del mar mediterráneo y valenciano que endulzan un poco el ambiente cargado que describe VBI, nos pinta en sus páginas escenas que acababa de ver en las madrugadas cuando gustaba pasear por allá y descansar del periódico al que dedicaba casi las veinticuatro horas del día, y en esas breves escapadas para airearse miraba el horizonte azul e infinito y respiraba la libertad que sugiere la inmensidad azul y el horizonte divino que llenó de dioses las cabezas de antiguos marineros griegos, romanos, y todas las gentes que habitaron un mar lleno de tragedias. Tragedias que al apartar la mirada del mar y ponerla sobre las gentes que formaban el friso de personajes con las que poblaba sus novelas, allí las tenía, brutales pescadoras viejas que se las sabían todas, jóvenes pescadoras abocadas a una vida de sacrificios por cuatro reales y con la única esperanza de dar con un hombre que nos las tratara demasiado mal, pillos que aprendían todo, desnudos por los roquedales de la escollera buscando caracolas, los que pintaba tal cual los veía Sorolla, los que describía también directamente VBI.
Después de leer Flor de Mayo, entras en pleno Mediterráneo en la calle General Martínez Campos, en el centro de Madrid, donde vivió la familia del pintor, y te reencuentras con Tonet y Pascualet de niños, la siñá Tona y su Roseta del carabinero huido, te encuentras con los relatos de aquellos amaneceres que le cogieron sin dormir a VBI en las pinceladas gruesas y cogidas a la brisa del mar de JS.
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