martes, 12 de julio de 2016

SED DE CHAMPÁN (Montero Glez)

     


     Leído en la edición de "Algar. Taller de Mario Muchnik". En la contraportada podemos leer "Montero: lo mejor de tu novela es el estilo" (Fernando Sánchez Dragó), junto con otro comentarios alabando la obra. Posiblemente si nos ponemos muy críticos con Montero Glez tenga razón el Dragó, que queda el estilo, porque la historia, estando bien tejida, tiene huecos, o partes poco creíbles.

     No es poca cosa que quede el estilo, y no voy yo a escribir en este humilde blog sobre si existe el estilo en literatura o no; para mí la manera en que un escritor va dando forma a sus libros es el estilo, entiéndase esto con más o menos rigidez. Pero el estilo de Montero Glez, chulesco, directo, rico en expresiones castizas pero dándoles giros no previstos, es lo mejor (sí, Dragó) de su libro Sed de Champán.

     La historia tiene mimbres y globalmente te la puedes creer, pero luego hay un par de trozos, que desentonan con la historia general, o historias entrelazadas. Hay un par de descosidos: uno es la parte del taxista; me reí mucho, pero observando esa parte en el conjunto, que es serio y violento, no sé qué pinta ahí. Y la otra es el final. El final de Charolito. Parece que el escritor quería terminar la obra en esas últimas páginas. 
Luego, tampoco me gustan las variaciones de perfil del malo malísimo Flaco Pimienta, según avanza el libro. De malo malísimo, a malo mediocre. Y cansa ya tanto argentinismo; si bien al principio tiene mucho ingenio Montero para dotar a la prosa de fuerza, de color albiceleste canalla, con esos comentarios entreverados, luego se convierten (convierten al Flaco Pimienta) en caricatura, y eso es lo malo, o lo que a mí no me gusta del libro, que muchos personajes se convierten en caricatura.

Buen libro para leer en verano, que podría haber sido un libro imprescindible, para quedarse en un buen libro. Que volvería a leer.


viernes, 8 de enero de 2016

LA NAO CAPITANA (Ricardo Baroja)

       

PERSONAJES

TRIPULACIÓN DE LA NAO CAPITANA
Don Diego Ruiz de Arcaute y Olaw de Christiansand (Capitán)
Villalba (Piloto).
Barroso (Maestre; RAE: Mar. Hombre a quien después del capitán correspondía antiguamente el gobierno económico de las naves mercantes)
Conchillos (Cirujano)
             
RESTO DE PERSONAJES
Rui Gutierre, del Burgo (fue alcalde en Castilla, en el Burgo, y tendrá un papel importante en cierta parte del libro)
Fray José de Aspiazu y fray Antonio Vivanco (frailes mercedarios)
Don Antonio de Sigüenza, su mujer doña Estrella (madrastra de las chicas) y sus hijas Trinidad y Mencía (Familia noble que lleva a las Indias el capitán Arcaute)
María Aldonza Rodríguez La Camisona, Fernanda La Segoviana, La Toletole y La Montoya (gachises que dan zambra al barco).
Zalabardo (el espadachín).
José del Pino (pintor)



          Sólo en  unas pocas páginas que llevo me he encontrado con palabras, que aunque por el contexto se pueden entender sus significados, al buscarlas en el diccionario se nos queda una imagen más nítida de lo que se lee, nos permite componer en nuestra imaginación mejor el mundo que nos cuenta en este encantador "cuento español de mar antiguo", como se subtitula al principio el libro, Ricardo Baroja, hermano de don Pío. Palabras como patulea, tongada, charrancillo, usarcé o chicotazo son más un placer que un fastidio ir a buscarlas al diccionario virtual de la RAE, pues tienen el sabor de un cuento español marino muy antiguo.

          Un pasaje candoroso es el de unos de los pasajeros que justo antes de subir a la nao Capitana quieren despedirse de "esta tierra de las Españas". Posiblemente si no supiésemos quién ha escrito el libro, tendría este tierno pasaje menos tristeza, pero siendo creado por una persona de la generación del 98, y su influencia en los escritores de la época, percibimos la tristeza de esa época. La gran diferencia es que en los tiempos en que está basado el libro es de cuando medio mundo era de esas Españas, mientras que en la época de los Baroja habíamos perdido todas nuestras hojas de laurel en Cuba o Filipinas, últimos reductos de nuestras viejas colonias.

          (Lo que voy a reseñar ahora posiblemente no tenga sentido para la mayoría, pero como tampoco es este blog de aglomeración de lectores, poco importa: antes de partir en la Capitana, el piloto Villalba "requiere el silbato, que lleva al cuello con una cadenita, y da un estridente silbido"; al leer esto, se me ha venido una imagen viva y fugaz de las mañanas que estoy en las pistas con los niños y niñas, en clase de Educación Física. 400 años unidos de repente en mi mente por ese gesto de ir a coger el silbato colgado del cuello, yo para reunir a mis alumnos y alumnas en el centro de la pista de baloncesto, el piloto Villalba para irse a las Indias).

          Encontramos ecos del otro Baroja en la buena descripción que nos hace de la vida del capitán del barco, don Diego Ruiz de Arcaute, tal vez demasiado perfecta y falta de ese garbo que tiene Pío que en dos pinceladas es capaz de perfilar a un personaje dándole vida de una forma sencilla pero asombrosa; queda perdonado Ricardo, pues a mí me place la profusión de detalles sobre la vida del hijo de un ballenero, que gracias a la voluntad de su padre, consiguió que su hijo ingresara en la marina real (Parece que el nombre de Diego Ruiz de Arcaute existió en la época, y perteneció a la nobleza de Elorriaga, en la primera mitad del siglo XVII, pero por lo hallado en internet, no tuvo nada que ver con la marina. Imaginamos que el nombre tiene esas resonancias vascas y legendarias de aquel siglo de Oro, que es lo que quería para el libro precisamente el escritor) .
          Tras los apuntes sobre don Diego, nos enteramos de la derrota de la nao Capitana, el itinerario: "desde Sevilla a Valparaíso. Había de subir por el Pacífico hasta Acapulco, donde embarcaría una venerable monja toledana, y atravesando el océano llegaría a Manila siguiendo la ruta de Quirós y Mendaña". (Álvaro de Mendaña y Neyra, español del Bierzo; y Pedro Fernández de Quirós, portugués de Évora, marinos de finales del XVI, que llevaron a cabo importantes expediciones por el sudoeste del Pacífico).

          Es raro que no se me haya venido antes a la cabeza el Museo Naval de Madrid, incluso desde la visión de la portada, con esa acuarela tan bonita de una Nao, pintada sencillamente en una hoja de cuaderno, creemos que por el mismo autor del libro, pero ha sido al leer esto cuando he viajado desde el sillón de mi casa a ese suelo también alfombrado, el suelo del Naval: "Llevaba cuarenta cañones de bronce reforzados con zunchos de hierro, repartidos entre la cubierta y el entrepuente, y una hermosa culebrina a proa, destinada a la caza".

          No podemos saber si la canción levantina ("A ponente... resplandor... Fantineta... viva'l amor...") que se escucha a proa, unida a la salmodia vasca ("¡Urré, urré, sinzaliyoc Cataliña!") que se canta a popa, es algo investigado por el escritor, que se solía canturrear sobre nuestros barcos de aquel siglo, o es un deseo de los tiempos del novecientos de que, con cada singularidad, puedan convivir en un mismo barco, lo que equivale decir en un mismo país, esa mezcla de pueblos que construyeron lo que conocemos por España. Tal vez las dos cosas, intrahistoria a bordo de una fragata del XVII (en el libro el propio capitán Diego de Arcaute dice que no es una nao aunque la llamen así, sino una fragata), y deseos de la generación del 98 por una convivencia entre españoles.

          Llegando a la página 53, ya podemos reconocer el buen hacer de Ricardo Baroja para  traernos a unos personajes inventados del siglo de Oro pero que pudieron perfectamente existir con otros nombres, y meter en el salón de nuestra casa el Atlántico, recién surgida la nao de Sanlúcar de Barrameda, y describirnos una escena en la cual nos encantaría estar; no sé si por el mar o por la señora doña Trinidad, hija de don Antonio Fernández de Sigüenza, el señor aristocrático que lleva en su barco el capitán Arcaute.

          Un guiño a un (suponemos) amigo suyo: cuando se encuentran con más barcos que se dirigen hacia las Indias, el capitán dice que un tal Manuel Gutiérrez de Solana capitanea la galeota armada en corso Santas Justa y Rufina, "tripulada por trianeros, todos bailadores, alegres y buenos mozos". Creemos, o tal vez lo hayamos leído por ahí, que debieron de ser amigos Ricardo Baroja y José Gutiérrez-Solana. Y buscando en google los dos nombres juntos, surge de Wikipedia la biografía de José Gutiérrez-Solana, donde leemos esto: "Se instala en Madrid a finales de 1917, donde además de frecuentar bailes y merenderos, el Museo del Prado y el entonces solitario y destartalado Museo Arqueológico Nacional se hace asiduo de las tertulias del Nuevo Café de Levante, donde alterna con personajes como Ramón María del Valle Inclán, Ricardo Baroja, Julio Romero de Torres e Igancio Zuloaga". Tal vez parezca esto cualquier cosa menos una reseña de un libro, pero por el gusto que tenemos por todo eso que se cuenta, lo dejamos aquí recogido. Más adelante, leyendo sobre José nos enteramos que tiene un hermano llamado: Manuel Gutiérrez-Solana. Así que gracias a internet llegamos más lejos de lo que en un principio pensábamos, van encajando las piezas, los personajes del libro. Asimismo encajaría tal vez un tal Julio Romero, de Córdoba, ..."de los del Potro de Córdoba, adobadores de cuero"..., otro guiño, pues en la relación más arriba expuesta de compañeros de café e inquietudes en Madrid también aparece el pintor Julio Romero de Torres (me imagino cuando quedaran todos en Madrid, una vez editado el libro y puesto en las librerías, leído por ellos, que momentos pasarían con su café y su vasito de aguardiente. ¿Nostalgia de donde nunca estuvimos?).

          Vemos el orgullo de vasco, cuando el capitán dice del timonel que canta en vascuence, "es la canción de los balleneros vascos, que llegaron quizá antes que Cristóbal Colón a los mares de la Tierra Nueva". Bueno, sí, o no. Lo que es indiscutible es la valentía y el saber hacer de aquellos vascos en lo que hoy conocemos por Terranova, pero vamos a dejarle el beneficio de la duda al gran marino (español, mallorquín, catalán, italiano o marciano) Colón.

          Como si la novela fuese uno de esos juguetes de lata, autómatas antiguos, que igual podían ser un cochecillo o un soldado con tambor, le cuesta arrancar, coger desparpajo, vida, pero en la escena (parece una escena, es bastante cinematográfica esta parte) en la que el maestre Barroso y sus hombres de a bordo cazan al demonio (así lo bautiza una vieja mujer castellana que decía haberlo visto agazaparse por el entrepuente, cerca de donde dormían), y el capitán lo interroga, y después el escritor nos enseña las preocupaciones del capitán, porque también ha de castigar al marinero que estaba encargado de la batería la noche que se coló el misterioso polizón; en esa escena, terminando con el bien encarrilado diálogo entre el capitán y Trinidad, vemos ya que el libro alcanza otros niveles, y queda lejos el juguete, el mecanismo del juguete del principio, para irnos olvidando de aquella dulce lentitud y detenimiento exagerado en los detalles (que a uno le gustan, porque ha ido mucho al Naval de Madrid), y cada personaje adquiere consistencia, respiran y laten sus corazones, no son muñecotes de miga de pan.



          Algo de lo que todavía no he hablado y ya es de justicia hacerlo es del rigor con el que describe las maniobras navales, sin agobiar, por lo menos a mí no me lo parece, creo que sabe darle un ritmo al libro entre descripciones del cielo y el mar, intervención y diálogos de personajes, pinceladas sobre éstos y quehaceres marinos.
          A destacar las peripecias entre nuestra nao Capitana (fragata) y el bergantín inglés Fortune's Favourite, "armado por un tal Vaugham y dedicado a la piratería en los mares del trópico" (no sabemos si el armador de este barco fue antepasado del profesor televisivo de inglés). No es sólo la cantidad de términos que utiliza (buenas mañanas se pegaría en el Museo Naval de Madrid, así como investigaciones en libros, que no había internet), sino que sabe desarrollar las escenas, pues como he comentado más arriba parece que estemos viendo una película, y en esta parte es más evidente por la incertidumbre que conlleva el encuentro entre los dos barcos. Todo esto lo escribe uno, que gusta de detalles, claro, porque tal vez si coge el libro alguien que se relame con las exageraciones y sólo la acción y además es de esos boquiabiertos con la parafernalia de los efectos especiales, quizá el libro le sepa a poco. No. Es un libro bien escrito, que cruza varios hilos en la trama para tenerte enganchado, a varios niveles (la batalla, la hermosura de las descripciones, las intrigas personales de esos personajes que se nos van haciendo más reales según avanza el libro... y que nadie venga aquí a nombrar al hermano para comparar, ya hemos hablado de eso antes. Don Pío es mucho Baroja).
          
          Dejaré que sean los lectores o las lectoras en un futuro de este libro quienes descubran qué embarcación vence en la batalla naval que se establece en esos mares del trópico. 
         Al final del libro se va desenmarañando la historia de los distintos personajes que hemos ido conociendo durante la lectura del libro, terminando de una forma asombrosa y un poco rara, pues el epílogo es sorprendente. Ahí nos enteramos de los orígenes remotos de dos de los personajes más misteriosos de la historia.

          
          Iba a recomendar la lectura del libro, pero ya no sé si me ha gustado tanto por el propio libro o por mi simpatía de hace tanto tiempo a su hermano don Pío. Si gustan de los cuentos españoles de mar antiguo creo que disfrutarán vuesasmercedes con él, y pensándolo bien, solamente por poder contemplar en un libro de papel las ilustraciones de Ricardo merece la pena llevárselo a casa. 

sábado, 15 de agosto de 2015

MIS PARAÍSOS ARTIFICIALES (Francisco Umbral)

          

       
          El ocho de agosto de dos mil catorce terminé este libro (por llamarlo de alguna manera), Mis Paraísos Artificiales. No es un libro "de esos que se compra el señor que trabaja en el banco y lo lee por la noche", como diría el propio Umbral de su (nuestro) admirado Ramón Gómez De la Serna. No es un libro en el sentido que tiene hoy leerse un libro, porque aquí hay una libertad que no le podemos exigir a casi ningún contemporáneo. Por supuesto es un libro, ese objeto de papel en supuesto peligro de extinción, pero que se mantiene, y que se rebela y que ahí sigue a despecho del desdichado pirateo del libro electrónico. En uno de esos vídeos de los "muchachada" saldría el libro electrónico descojonándose del de papel, por viejuno y pasado de moda.

          ¿Qué es entonces este libro de Umbral?, al año de leerlo... "Está bien acumular experiencia, acumular erudición sobre Cervantes [...] a condición de saber que eso no sirve para nada. La erudición sobre los virus puede que sirva de algo al médico. La erudición cervantina no le sirve de nada ni a Cervantes", lo mismo que él cuenta en el libro, divagando tan bien como lo hacía, nos sirve para explicar por qué leemos a Umbral, sobre todo en este tipo de libros, que no tiene un recorrido, un hilo conductor, como no sea él mismo y sus ocurrencias, ocurrencias que luego hay que ponerlas por escrito y mantengan a alguien sentado o tumbado boca abajo pendiente iluminado por un paciente flexo, en este mundo de la prisa y el ruido.
          "De una sola cosa sirve todo eso a quien no se dedica profesionalmente a ello: de conocimiento lírico". Bueno.

          Y luego las verdades, "a cierta edad, hacia los treinta y tantos (cuando moría el hombre primitivo que en el fondo seguimos siendo) se muere uno en secreto, deja de descubrir cosas, y lo que viene después ya todo son repeticiones, más libros, más mujeres, más viajes, más amigos, el eterno retorno de las mismas cosas de siempre, el círculo cerrado, que es la costumbre del infinito", se le olvidó decir que la búsqueda de la sorpresa de cada día es lo que salva al hombre, la mirada del niño.

          "Estoy, como dice Eluard, "entre la vejez de las calles y la juventud de las nubes". Ni siquiera estoy seguro de que estas nubes sean jóvenes. Me parece recordarlas de otro sitio. Son como señoritas culonas vestidas de gasa", ¿por qué me gustarán tanto esos escritores que escriben lo que nosotros sentimos una vez, conduciendo aquella tarde con las nubes en rosa y azul, pero que luego nosotros en el escritorio delante del papel o la pantalla del ordenador no sabemos explicar ni explicarnos de forma escrita?

          Yo creo que ya puedo reconocer que leo a Umbral porque parece que ha salido de su tumba, se ha quitado de cuatro manotazos, elegantes, pero manotazos la tierra del sepulturero, y más vivo que nunca, con su traje de dandy nocherniego, se ha sentado conmigo en casa, un café cada uno y me está contando las cosas que vienen en el libro, "Porque hay escritores -algunos, muy pocos- que llegan a incorporarse a nuestra vida, a circular por nuestra sangre, y sus libros son una extensión de nuestra biografía".
          Así como la pintura, descanso de cada día, exaltación cotidiana de salirnos un poco de los márgenes, "También puede ocurrir con algún pintor. Los cuadros de Goya, de Marc Chagall o de Solana pueden ser ventanas de luz que se abren eternamente en nuestro día, que dan siempre una luz oblicua, amarilla y fija a nuestra existencia", esa luz... esa luz.

          "Yo sé que, cuando en la vida me falla el trabajo, o las amistades, o la salud, o la familia, nunca me van a fallar Oriana Guermantes, Gilberta, Albertine, el barón de Charlus, Saint-Loup, Odette, Swann"...  Jim Hawkins, Andrés Hurtado, Eugenio de Aviraneta, Long John Silver, Edmon Dantes, Odiseo, Gabriel Araceli...

          ¿Por qué sacaba libros Francisco Umbral?, "Por el olor. Se sacan los libros por el olor. Yo he observado a otros escritores y todos huelen su libro, al tenerlo por primera vez en sus manos, y si no lo huelen es porque son escritores sin pituitaria para el oficio, y un escritor sin pituitaria más vale que se coloque en Aduanas", y el humor de Umbral, tan en serio.

          "Prefiero los rincones donde se guarda el clasicismo de mi infancia que los rincones turísticos donde se guarda -dicen- el clasicismo del mundo", a cuento de esto, recuerdo cuando vi mi colegio, el edificio antiguo revuelto en escombros a ras de suelo, para hacerlo nuevo, comprendí muchas cosas ahí, la primera eso de que la vida va enserio de Biedma. Pero es que también es una vuelta a la infancia ir a ver las ruinas homéricas en esas ciudades inventadas y reales, ficticias y de piedra, por aunque queden cuatro columnas y tras trozos de mármol desperdigados por el suelo, desde la vuelta a la infancia al asombro que es leer la Odisea, estamos también dándole a aquel rincón turístico nuestra impronta, la estamos reviviendo nosotros, no nos hace falta más.

          Más vale quedarse con consejos de estos, "Uno tarda en descubrir el pasado. En descubrir que todo está en nuestra vida y que sólo a partir de ella se puede crear", estos consejos, que no sé porque los apunto por aquí. Sí, ya sé que esto no lo lee nadie, pero por si acaso estarían mejor guardados en el puño de uno.

          Y por fin, el fin, la finalidad, que nunca es la que creíamos, "Quiero decir que adonde llega uno no es nunca adonde quería llegar, sino a otro sitio. Quiero decir que el escritor siempre iba a ser otro escritor, pero la vida, los amores, el trabajo y las llamadas telefónicas le convierten en otra cosa". Ya, pero usted estuvo en el atril dorado del premio Cervantes, y el Nobel no se lo dieron porque hay apuestas que no puede hacer un nórdico para que no lo tachen de loco. No era para tanto, ¿o sí?

martes, 4 de agosto de 2015

LA TREGUA (Mario Benedetti)


       
          Terminado el curso, hace un mes, me desbordaba el número de libros acumulado durante un año en ciertas estanterías que guardan con celo muchas páginas deseando ser leídas. Miro con envidia a esos lectores que saben perfectamente qué libro va a ser el próximo en caer en sus manos. A uno cada vez le cuesta más elegir; porque si bien es un placer intenso eso de pasear mirada y yemas de dedos por esos volúmenes que amueblan nuestro espacio en casa, cuesta por el contrario mucho esfuerzo decidirse por uno. Uno solo.

          Pero esta entrada se llama "La Tregua", libro de Mario Benedetti, y hemos venido aquí por su recién terminada lectura. A mí me gustan los libros que tienen su propia novela, más allá (o más acá, según se mire) de su contenido. Es decir, la particular historia del objeto de papel, por eso pienso yo que me gusta tan poco el libro electrónico, porque es demasiado aséptico y tiene poca novela que contar o ser contada.
          Este libro me lo han regalado. Cuidado. Porque al que le gusta leer sabe que hay regalos envenenados, por más que el que regale tenga insospechable intención. Reconozco la manía que tengo yo con eso de recomendaciones de lecturas y no digo ya nada de las "lecturas obligatorias" del instituto... las odiaba (salvo una de mis profesoras, en segundo de B.U.P. que sabía atraerme sus gustos, de forma sincera, sabia. Así como otra de filosofía en algún curso más avanzado que tuvo la gentileza de hacernos pensar, nos guiaba a preguntarnos cosas). Así que cuando me regalan un libro, reconozco mi prejuicio, un poco paquidérmico y cenizo. Pongo buena cara, y después suelo arrumbarlo o directamente regalarlo a lectores empedernidos de la familia que pueden aguantar cualquier cosa.
          Con este volumen fue distinto. El hecho del regalo ya fue para mí algo importante. Esto no es un diario de confidencias, pero sí me gustaría que quedase ligada a la profunda historia de Benedetti, la pequeña (pero importante) historia que rodea al objeto que me llegó a mí, y que en cierto modo son ya historias inseparables. Así que a la gratitud por la lectura provechosa  de este libro, se suma la del presente, dando por resultado una gratitud que funde ambas y guardo con cariño.

                                                                 .........................................

          La tregua es una novela disfrazada de diario con mucha pericia para que nos creamos al personaje y sus anotaciones más o menos diarias. Como todo buen diario, este también es un exorcismo donde frustraciones, anhelos, odios y desprecios, amores y vida caben.
          Según lo iba leyendo me daba cuenta de que este diario se parecía mucho a esas fotografías enormes, enmarcadas que se suelen regalar. Fotografías que a su vez están formadas por cientos, miles de pequeñísimas fotografías, y que, todas unidas, forman la cara de alguien. Así, en este libro iba yo formando la cara de Martín Santomé, con pequeños retazos que él dejaba en su diario: escenas de trabajo, cenas silenciosas con sus hijos, recuerdos de su mujer muerta, que tanto quiso. Y yo, sin querer, cuando cerraba el libro en algún descanso de la lectura, miraba la contraportada y Mario Benedetti me devolvía la mirada desde su fotografía, auténtica, en blanco y negro, y me era inevitable transformarlo en Santomé o pensar en Santomé como el propio Benedetti. Y como los buenos libros, no sé cuanto hay de autobiográfico en este, pero la atmósfera y la vida que late en él son de alguien real, alguien que ha sentido y ha sabido escribir eso en un libro. No hablo de los datos que da de sí mismo, de su vida o de su contexto, hablo de que la respiración de Santomé es el aliento vivo de Benedetti, y si no es así, me doy por vencido y me ha engañado, aunque me sea difícil concebir que la luz de Montevideo o esa alegría por las pequeñas cosas no desemboquen de nuestro querido escritor uruguayo.

          Leemos en este libro cosas que pueden ayudar a cualquiera más que esos horribles libros de autoayuda, "Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez", como en un verdadero diario, podemos leer estas palabras, como dichas al oído. Porque tal vez lo mejor de este libro sean los malabares ciertos que se tienen que hacer en la vida, para no caer en la desesperación o la tontería.

          El autor también es un gran creador de personajes, porque no necesita descripciones tediosas ni largas, con pequeñas pinceladas en momentos justos nos muestra la verdad de algunas personas, para que nos las creamos: "Blanca (su hija) tiene por lo menos algo de común conmigo: también es una triste con vocación de alegre". Así entendemos mejor este maravilloso puzle, donde, como en las mejores pelis de Tarantino, las piezas van sueltas, pero tú las vas montando en tu imaginación. Y lo consigue, aunque no deje de ser un riesgo, pero al que el buen escritor se debe exponer.

          Cuando habla de su vida pasada, reflexiona en el diario Bebedetti Santomé: "todo fue siempre demasiado obligatorio como para que pudiera sentirme feliz". Aunque se trasluce la satisfacción posterior, en el momento de escribir el diario, de las cosas que se tenían que hacer. Porque siendo una ficción, nos llega el rumor constante de la vida de verdad de alguien.

          Y la poesía. No recordaba ya que el primer y único libro, antes de este, que leí de Benedetti fue uno de poesía, de la biblioteca. Un poco a la marchanta , como dicen en Argentina y Uruguay, de esos autores que nos han recomendado o que hemos oído por la radio hablar de ellos, y que leemos como picoteo un poco egoísta y escéptico (lo puedo reconocer hoy que he bebido con fruición del manatial de La Tregua). La poesía: "Sólo ahora me di cuenta de que me he acostumbrado a vivir en calles sin árboles. Y qué irremediablemente frías pueden llegar a ser". No vienen en verso, pero un poeta, a veces, aunque escribe una novela en forma de diálogo, le brota la poesía donde menos te lo esperas. Como aquí, de nuevo... "No hice comentarios, pero el agradecimiento estaba en mi garganta", estas palabras, este verso enmascarado en el diario, te provoca al leerlo una reacción fisiológica, porque te acuerdas de esos agradecimientos que en algún momento de tu vida se salían, se desbordaban y no pudiste traducirlo en palabras, porque no podían mejorar el mismo agradecimiento ni igualarlo, y sólo podías estropearlo como se arruga el papel de un regalo.

          Agradecemos a Benedetti la amargura, cuando escribe Santomé... "estoy fatigado (y en este caso la fatiga es casi un asco) del disimulo, de ese didimulo que uno se pone como una careta sobre el viejo rostro sensible". Cotidianamente lúcido, nos explica a nosotros mismos cuando dice eso.

          Hay algún cabo sin atar, para darle como un toque de verosimilitud, y parezca un diario auténtico, de alguien ajeno al escritor. Me refiero a la relación con uno de sus hijos, Jaime, y que me parece el desliz más valiente que se permite Benedetti y que es el que resulta más raro de presentir en alguien como él. Raro por dos motivos: porque al gran novelista y creador que es él eso  no se le ha podido pasar (dejar pululando en el espacio esa relación sin pulir su forma), e insólito porque hay un sentimiento del padre hacia el hijo que no me creo en la persona de Benedetti, en el ciudadano Benedetti. Me recuerda a cuando vemos a un actor que en determinada película no nos creímos, metido en tal o cual personaje, porque no le va, no entra en lo que se esperaba, y no estoy hablando de actuar mejor o peor, que es otra cosa. No. Quiero decir que hay características en la psicología del actor que no encajan en determinados roles o maneras, por más que estemos ante un grandísimo intérprete; por ejemplo Paul Newman en la fallida película "El juez de la horca" (The Life and Times of Judge Roy Bean), el señor más elegante que se puso nunca delante de una cámara fue incapaz de salvar un filme para el cual tal vez alguien con un poco más de postureo canalla habría sido el adecuado (aunque la película tiene mucho pecados de guión y otras cosas que la hacen muy, muy olvidable). Muy al contrario, en el caso que nos ocupa, La Tregua queda mejor hilada con este deshilachamiento voluntario, dejado como al descuido, que nos hace olvidar, un poco, la cara exacta de Benedetti, y recordarnos que esos pensamientos pudieran ser de cualquier peatón urbano con el que nos cruzamos, por muy educado que sea al ceder el paso de una mujer en la puerta de una pastelería.

          Acabo la reseña con una reflexión que hace Santomé debido a la alegría, a un recuerdo feliz que tiene al pensar en algún momento dichoso al lado de la persona querida, y me parece una enseñanza más para dejar grabada en nuestro día a día, en un pósit cotidiano que sea bandera para nuestro comportamiento : "No es la eternidad, pero es el instante, que, después de todo, es su único sucedáneo verdadero".

martes, 23 de diciembre de 2014

LAS VELEIDADES DE LA FORTUNA (Pío Baroja)

   

     Hace varios meses que leí este libro, hoy me he encontrado con él, por uno de los estantes, y he venido aquí un poco a ciegas, tenía subrayadas algunas ocurrencias de este escritor, aunque no sé muy bien ya qué pasa entre sus personajes, que casi siempre es poca cosa. Ni siquiera sé si lo subrayado ese tiempo atrás puede tener algún interés para uno. Hay una trama más o menos soterradamente amorosa entre un hombre que nunca se decide y una mujer que lo ama en un secreto que todo el mundo puede ver. Y con ese frágil entramado, leemos las reflexiones de cada títere barojiano, lo más interesante. Lo que piensa don Pío.

     "La señora del pelo blanco y del gabán de hombre, que había sido, o era aún, profesora, habló del Greco; dijo que algunos afirmaban que era judío; pero ella lo dudaba, teniendo en cuenta los caracteres de la mentalidad de los semitas[...] Velázquez, medio judío".
     En qué fundamentaba Baroja estas cosas no lo sé, pero es verdad que uno de los apellidos de Velázquez, no sé donde leí que es portugués (de Silva).
     Respecto a El Greco, hay un libro de José Sánchez Luengo: "Los enigmas de Domenicos Theotocopoulos" donde se defiende la teoría hebraica del pintor. Sea o no sea, es un libro interesante por todo lo que intenta el autor, y le pasa como a todo el que se acerca al misterioso cretense, cuanto más sabes más quieres saber, sobre todo si la pintura te tiene cogido.

     También incluye Baroja un libro que a él le resultó sin duda interesante en boca de uno de sus personajes, un pajarero que sale de pasada: "Dijo que sentía gran curiosidad por leer la obra de un fraile dominico español del siglo XVII, Ferrer de Valdecebro, titulada Gobierno general, moral y político hallado en las aves más generosas y nobles".

Imagen de https://www.vialibri.net/item_pg_i/486003-1696-ferrer-valdecebro-andr-gobierno-general-moral-politico-hallado-las-aves.htm

     No creo que todo lo que pone Baroja en boca de sus personajes, sean siempre sus opiniones, "Nunca he podido poner un orden completo en mi cabeza. Usted me encontrará seguramente confusionario. Oscilo y vacilo en mis simpatías y tendencias, pero no creo que se pueda fundar una cultura sólida más que sobre el catolicismo". Incluso puede que estas opiniones tan drásticas las supusiera de alguien. Pero por estas cosas lee uno a Baroja. La provocación.

     "Estoy convencido de que somos todos islas inabordables, con acantilados cortados a pico. Cuando alguien me cuenta sus asuntos íntimos, yo finjo interesarme; ahora, cuando en un momento de ilusión empiezo a hablar de mis cosas, noto en seguida la indiferencia de mi interlocutor, hasta el punto de que corto rápidamente mis confidencias y pienso: Ahora también me he equivocado". El que dice esto sí es Baroja, y es cuando nos muestra la filosofía para todos los públicos, lo más sabroso de sus escritos, ni siquiera los paisajes ganan a su claridad de ideas a la hora de hablar de las cosas del hombre, lo que interesa o preocupa a todos y que no tiene una solución sencilla ni en breve.

     "- [...] Hay una época en la vida en que el prójimo nos molesta porque es nuestro rival; luego, ya cuando perdemos esta idea de la rivalidad, más que por otra cosa porque no aspiramos a nada, comprendemos que el prójimo, como uno mismo, no es un ejemplar raro, sino un ejmplar vulgar y corriente de una edición de millones.
     - Sí; todos iguales, pero todos distintos, como las hojas de los árboles.
     - Es verdad".
     De esto mismo se habla en "El hombre duplicado" de Saramago, sólo que Baroja habla desde una atalaya más modesta que el portugués, pero dicen los mismo.

     "El poder hablar y entenderse con hombres de otros países, me da la impresión de que aún somos europeos, no asnos de noria que dan siempre la misma vuelta". Él que es de la generación del 98 tendría la opinión pesimista de nuestra España, le resultaría moderno, hasta bueno, eso, que un habitante de la península ibérica se comunicase con alguien más allá de los Pirineos a través del lenguaje.

     Mazazo barojista, con fineza pero de una vez y sin poder levantarse del ring: "Cuando un hombre se ve a sí mismo con delectación -es difícil que se mire con indiferencia- se considera como un ejemplar raro y precioso, lleno de contrastes; muy noble y muy vil, muy ángel y muy bestia", y sigue con el filo de la verdad dando puntadas... "Cuando empieza a verse sin entusiasmo como un ejemplar corriente, no es a consecuencia de tener la vista mejor y más clara, sino de haber perdido las ilusiones y la juventud". Uno no sabe qué podría pensar Baroja del botox ó toxina botulinica cosmética ó cómo llegar a la fuente de la eterna juventud con otros sustitutivos.



     Y sin embargo -como diría Sabina- es aquí donde don Pío, saca como siempre las cartas, las pone encima de la mesa con delicadeza y da una vuelta a la narración, para mostrarnos muy avanzado el libro que en verdad todo él era fachada para envolver a una persona sentimental y básicamente buena: "Todo es nuevo en el mundo -ha pensado Joe-. Esta mañana es nueva. El aire que respiro no es el de ayer, ni el de mañana; la mariposa que vuela es la de hoy, ayer probablemente no existió, mañana no existirá; tal es la brevedad de su vida. La alegría experimentada por mí en este momento es también actual, única y diferente a todas las demás; ni la que le precede, ni la que le sigue son iguales. Todo es nuevo en este mundo, nuevo a cada instante", y si con alguien no lo fue, por algo sería.

     Y el que llega más lejos en estas novelas, se encuentra con fantasías absolutamente comunes pero que nadie se atreve a decir: "Europa es lo clásico, la belleza un tanto amanerada y rutinaria. Australia es la fantasía absurda: el canguro, alto como una persona, con la cabeza pequeña y una bolsa en el vientre, donde lleva a su hijuelos; el ornitorrinco, cuadrúpedo y ovíparo, que tiene olor a pescado; los loros con patas de gaviota. Parece que la Naturaleza, un poco aburrida de formar una fauna amanerada y rutinaria, se lanzó en la Australia a la locura. En el mundo de la literatura y el arte, la Europa actual pretende ser una Australia". O que no se sabe cómo explicar.

     Y ahora son sus personajes los que desarrollan esa idea:
     "- Antes, indudablemente, el arte era mucho en la vida. Hoy, es poco; por lo mismo salen voceadores más desvergonzados. Un cubista es comparado con un inventor. [...] Estos ganapanes de la brocha quieren demostrar que son espíritus selectos y que la estupidez del cubismo es como una locura sublime.
     - Habrá también entre ellos inteligentes.
     - Sí, es posible; pero la mayoría no debían pasar de pintar puertas".
    ¿Qué puede decir uno ante tantas verdades?

     "Llegar a trazar figuras más toscas y menos graciosas que las pinturas que hay en el fondo de las cavernas, dibujadas hace hace veinte o treinta mil años, es un progreso cómico". Progreso cómico. Triste progreso.

     Posiblemente la página más bella de todo el libro, la 195. No se lee en nada que haya hecho la Universidad ni la colección de escritores consagrados de hoy, algo así. Y los que empiezan a ver la grieta de la verdad, son tradición fiel a este Baroja y otros de su pelaje valiente, nada más: "Nosotros, los españoles de hoy no tenemos la culpa de no tener fe en nosotros mismos. Antes, en le periodo de aventuras a España, la dirigía Don Quijote; de ahora en adelante, la tendrá que dirigir Sancho Panza. Un Sancho Panza culto, desbastado y democrático". Merece la pena este libro por esto, y por todo lo que dice esa página, "es una pérdida en el capítulo de lo pintoresco, pero no puede ser de otra manera".

     A modo de conclusión filosófica, triste pero, por algún extraña motivo, reconfortante en la escritura de Baroja: "Uno era el chiquito entre los grandes -dijo con aire melancólico-. Sus palabras hacían sonar por ser dichas por un pequeño. Al cabo de algún tiempo se convierte uno en uno de tantos, hasta que un día, ¡extraña sorpresa!, es uno el más viejo de todos. Es la historia vulgar, la terna historia, y que, sin embargo, sorprende como algo raro". Creo ver más en estas palabras a su sobrino don Julio Caro Baroja que a su tío, una melancolía en los ojos mitigada por ese hablar un tanto áspero, engañosamente áspero, con que se dirige a Soler Serrano en la magnífica entrevista. Al final salía el hombre simpático, también bueno como su tío don Pío.

     Y ahora sí, nos despide una descripción sentimental de París, un paisaje asumido: "Este cielo de París, de noche, es sugestivo por lo dramático. Se pone rojo, como si hubiera un incendio, y en ese rojo se destacan las nubes negras. La noche de París es extraordinaria; todo lo que tiene el día de vulgar y de burgués, lo tiene aquí la noche de trágico. Esta noche parisiense habla en tono grave y terrible".

jueves, 6 de noviembre de 2014

EL GATO ENCERRADO Salón de pasos perdidos I (Andrés Trapiello) 2ª entrada



          Un día, de esos que levantas la vista del libro y se te queda la cara como al Paravicino del Greco, me puse a pensar cómo me llegó el nombre de Trapiello, por qué lo empecé a leer. Y no me puse de acuerdo si fue por la radio, a través de otro libro, por alguna amistad...
          Lo que sí recordé fue su primer libro en mis manos: Mil de mil. Hay varias cosas en ese libro que se me quedaron grabadas para largo, pero hay una que fue la que me hizo seguir leyéndolo: explicaba cómo había de ser el casco de una ciudad para que mereciese la pena: poder ser paseado durante un día. Él lo explicaba mejor, y seguro que no era exactamente así, e incluso con los muchos libros suyos que han ido cayendo, puede que lo meta en aquel por una confusión literaria, tan dada a la confusión y su provecho la propia literatura.
          También ayuda a la evocación de Mil de mil que fuese leído mirando desde el valle, en Toledo, así que la mirada perdida del Paravicino grequiano no tenía escapatoria para la belleza; mirase al libro, mirase fuera de él, con el alcázar coronando la ciudad y el Tajo alfombrándola, la vista se encontraba muy a su sabor.

          El gato encerrado lo he leído tres veces, una primera siendo el descubrimiento del Salón de los pasos perdidos, en volumen buscado en la biblioteca. Después compré los cinco primeros tomos del Salón en la feria del libro de lance de Recoletos, y volví  en una segunda lectura al Gato encerrado este verano, solapando su lectura junto con Moby Dick (en una playa de Nerja conocí el ceño de Ahab, y luego en la tarde me serenaba con el diario de AT). La segunda lectura no fue como esperaba. Tal vez absorbió mucho mi mente la desdicha y la grandeza de los arponeros del Pequod, pero leí muy deprisa el libro de Trapiello y no entré de verdad en el Salón.
          Esta tercera lectura, aprovechando que entraban los últimos rayos de sol de un otoño que echa de menos el verano, ha sido más provechosa, y me ha recordado que cada libro tiene una velocidad de lectura, quien diga lo contrario miente. La prueba se me presentó nítida este verano, cuando la penosa traducción de Moby Dick me obligó a releer cada página un par de veces, y en otros libros se pasan regularmente. No digamos ya de la poesía, es arte. Escribirla y leerla. Y entenderla, para sentirla de verdad.

          Por qué sigo leyendo los diarios con tanta disciplina es algo que no sé y que aquí no creo que nadie encuentre el motivo.
          En una charla que mantuvieron Andrés Trapiello y Carlos Pujol en la Fundación Juan March, el escritor del Salón de pasos perdidos leyó algo de una de las entregas de sus diarios, fundamentando en pocos contenidos esos libros: una visita al Museo del prado, un paseo por Madrid, y algunas pocas cosas más; y esto teniendo algo de enjundia para uno, que también gusta de esas cosas (ya ha dicho cien veces el propio Trapiello que sus lectores posiblemente se parezcan un poco a él), creo que no es lo más importante. Yo creo que lo mejor de estos diarios es que AT encuentra ese resquicio que dura muy poco cada día, por el que se ve "lo que tenemos que escribir". Sea de una visita al Museo del prado, de un encontronazo en Moyano, un grabado familiar o el pelo estudiadamente descuidado de la chica del semáforo.
          Ahora dirá el envidioso de turno "pero eso lo puede hacer cualquiera". Puede, pero uno que lo hace muy bien se llama Andrés Trapiello.
          Es decir, al escritor de verdad, las musas le abren un poco la puerta de la inspiración ante escenas más bien cotidianas o que desde fuera no son nada. Bien, pues hay que saber ver esa pequeña luz, parecida al blanco que enseña y guarda Don José Nieto, el aposentador de allá al fondo en Las Meninas, una pequeña rendija, por la que ver aquella escena, calle, situación de forma distinta a la normal, y ponerse a escribirla; sentarse y hacer algo con eso que parece tan poco y que podemos llamar realidad. O mejor, vida.
       

domingo, 10 de agosto de 2014

EL POETA Y EL PINTOR (Ana Rodríguez Fischer)

          

          Ser más de Quevedo que de Góngora, y por tanto considerarlo un genio, antipático, no le impide leer a uno con placer auténtico este libro sobre la relación breve, probable o inventada de El Greco y el poeta cordobés.
          La escritora describe, solvente, la época como cuando nos habla de la forma de viajar, los inconvenientes o ventajas, las modas del momento, la dureza para los animales de carga. Y esto lo escribe con un castellano transparente, claro, limpio, entreverado de barroquismo sin trampantojo moderno, más bien un respeto y una llamada a la vuelta de lecturas gongorinas, cervantinas y todo lo demás también. Parecido a ver en arquitectura moderna, un pequeño vestigio necesario para darle el tono de aquel siglo y pico que dieron en llamar el Siglo de oro.

          El libro ayudará a conocer muchos datos de El Greco divirtiéndose. ¿Podríamos conocer estos datos buscando por güiquipedias y otros portales del conocimiento? Sí. ¿Es mejor internarse por los caminos de el poeta y el pintor para saber aquello? Sí, sin duda. Por la prosa sencilla y certera de Ana Rodríguez lo pasará vuesamerced mejor que por el aseptismo del dato encontrado por la red. Además creo (no lo sé porque no conozco a esta señora Ana) que el libro está escrito desde la admiración un poco obsesiva hacia el pintor, algo que comparte uno con ella, después de ponerse delante de los cuadros, y sentir la alucinación, la extravagancia de Doménikos, y el vértigo en uno mismo como espectador.

          Me ha gustado mucho que nos mostrara el debate que se mantenía en Italia sobre las artes liberales y mecánicas, en relación con la pintura, y que El Greco precisamente pleiteara concienzudamente desde su convencimiento de que la pintura por supuesto es un arte liberal "merecedora de todos los honores que se tributan a la poesía".

          A uno, que las obras de ciencia ficción le dejan frío, y tampoco ha viajado mucho, le agrada leer lo que ya conoce, llamadlo inconformista si queréis, pero se reconoce La Sagra, aunque hay algún cambio con el aspecto actual, imagino que por la documentación de la escritora sobre la época y las características agrícolas de esos años.

          Y Toledo, siempre Toledo. Otra escritora, entre los cientos de escritores, que vuelve a escribir sobre la ciudad, y no lo hace mal. Iba a transcribir algunas cosas que están bien en las páginas del libro, pero... ¡Id a comprarlo, carajo, y perderos en él!, sentid la emoción de leer quién fue Juanelo Turriano y su prodigiosa obra maestra, y no artificio ni invención, como se ha dicho, ese hombre sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando subía agua del Tajo al Alcázar.
          ¿Qué más? la casa de El Greco, vivienda que formaba parte del entramado de posesiones del marqués de Villena, algo de la magia del marqués caería en nuestro pintor, para quedarse en Toledo y no salir.

          Se gastan muchas páginas hasta el encuentro por fin de el poeta y el pintor, parece que por una mezcla de dos cosas, una intencionada y la otra no tanto: la escritora nos quiere tener pendientes todo el tiempo de "a ver si sale El Greco, a ver si sale", es una persona todavía hoy muy desconocida realmente, o mejor dicho misteriosa, a pesar de haberse descubierto mucho de lo que escribió, lo que de él escribieron y, directamente, sus cuadros. Bien, esto lo aprovecha Ana para decir "¿Queréis conocerlo?, pues paciencia y ganas". Por otra parte, se tarda en llegar hasta El Greco por la profusión de detalles en cada cosa que describe o nos cuenta, y por mucho que haya tenido que dejar de escribir para  no marear al personal con datos, se detiene en lo que importa para conocer suficientemente el contexto, los personajes, la cultura de esos años, y también, por ejemplo, la propia vivienda del pintor, mezcla de aspectos de cualquier vivienda de un pintor del XVI e imaginación y forma de narrar (lo más importante) de la escritora. Esto, la profusión, es más difícil de dominar, y tampoco es un defecto del libro.

          Y llegas a El Greco. En el libro de desgrana todo lo que hace falta para llegar al pintor, de forma honrada y trabajada, y sin embargo... sigue el misterio intacto.
          Un pequeño (o grande, es igual) desacuerdo con Ana Rodríguez Fischer: No estoy tan seguro de que la mirada de El Greco esté exenta de anhelo o deseos, como nos cuenta que la vio Góngora en el pintor. Si Ana ha basado esa opinión viendo el autorretrato, hemos visto un cuadro distinto, pues si El Greco estaba lleno de algo era de anhelo, deseos, exuberancia, sensualidad... él quería Ser El Greco, de aquí a Roma, vamos, y se ve en esos ojos de ratoncillo silvestre, sabio, de hombre que ha vivido mucho, ha bregado y pleiteado mucho con tanto hijodalgo como para contentarse con ser hippy, no fastidie vuecé. Y además sólo hay que mirar detenidamente su última obra antes de morir (Adoración de los pastores, 1612). Ese cuadro no es de alguien que no tuviera anhelo ni deseos, y no estoy hablando de religión, sino de fe. Fe en sus pinceles y su pintura. Yo no sé si El Greco creía en Dios o en algo, pero es muy difícil no creer en lo que se ve ahí, con el pintor de espaldas y todo lo que hay en el cuadro vibrando, con algo sobrenatural flotando, llameando, flamígero, lleno de deseos y un anhelo por durar más allá de su tiempo.