sábado, 15 de agosto de 2015

MIS PARAÍSOS ARTIFICIALES (Francisco Umbral)

          

       
          El ocho de agosto de dos mil catorce terminé este libro (por llamarlo de alguna manera), Mis Paraísos Artificiales. No es un libro "de esos que se compra el señor que trabaja en el banco y lo lee por la noche", como diría el propio Umbral de su (nuestro) admirado Ramón Gómez De la Serna. No es un libro en el sentido que tiene hoy leerse un libro, porque aquí hay una libertad que no le podemos exigir a casi ningún contemporáneo. Por supuesto es un libro, ese objeto de papel en supuesto peligro de extinción, pero que se mantiene, y que se rebela y que ahí sigue a despecho del desdichado pirateo del libro electrónico. En uno de esos vídeos de los "muchachada" saldría el libro electrónico descojonándose del de papel, por viejuno y pasado de moda.

          ¿Qué es entonces este libro de Umbral?, al año de leerlo... "Está bien acumular experiencia, acumular erudición sobre Cervantes [...] a condición de saber que eso no sirve para nada. La erudición sobre los virus puede que sirva de algo al médico. La erudición cervantina no le sirve de nada ni a Cervantes", lo mismo que él cuenta en el libro, divagando tan bien como lo hacía, nos sirve para explicar por qué leemos a Umbral, sobre todo en este tipo de libros, que no tiene un recorrido, un hilo conductor, como no sea él mismo y sus ocurrencias, ocurrencias que luego hay que ponerlas por escrito y mantengan a alguien sentado o tumbado boca abajo pendiente iluminado por un paciente flexo, en este mundo de la prisa y el ruido.
          "De una sola cosa sirve todo eso a quien no se dedica profesionalmente a ello: de conocimiento lírico". Bueno.

          Y luego las verdades, "a cierta edad, hacia los treinta y tantos (cuando moría el hombre primitivo que en el fondo seguimos siendo) se muere uno en secreto, deja de descubrir cosas, y lo que viene después ya todo son repeticiones, más libros, más mujeres, más viajes, más amigos, el eterno retorno de las mismas cosas de siempre, el círculo cerrado, que es la costumbre del infinito", se le olvidó decir que la búsqueda de la sorpresa de cada día es lo que salva al hombre, la mirada del niño.

          "Estoy, como dice Eluard, "entre la vejez de las calles y la juventud de las nubes". Ni siquiera estoy seguro de que estas nubes sean jóvenes. Me parece recordarlas de otro sitio. Son como señoritas culonas vestidas de gasa", ¿por qué me gustarán tanto esos escritores que escriben lo que nosotros sentimos una vez, conduciendo aquella tarde con las nubes en rosa y azul, pero que luego nosotros en el escritorio delante del papel o la pantalla del ordenador no sabemos explicar ni explicarnos de forma escrita?

          Yo creo que ya puedo reconocer que leo a Umbral porque parece que ha salido de su tumba, se ha quitado de cuatro manotazos, elegantes, pero manotazos la tierra del sepulturero, y más vivo que nunca, con su traje de dandy nocherniego, se ha sentado conmigo en casa, un café cada uno y me está contando las cosas que vienen en el libro, "Porque hay escritores -algunos, muy pocos- que llegan a incorporarse a nuestra vida, a circular por nuestra sangre, y sus libros son una extensión de nuestra biografía".
          Así como la pintura, descanso de cada día, exaltación cotidiana de salirnos un poco de los márgenes, "También puede ocurrir con algún pintor. Los cuadros de Goya, de Marc Chagall o de Solana pueden ser ventanas de luz que se abren eternamente en nuestro día, que dan siempre una luz oblicua, amarilla y fija a nuestra existencia", esa luz... esa luz.

          "Yo sé que, cuando en la vida me falla el trabajo, o las amistades, o la salud, o la familia, nunca me van a fallar Oriana Guermantes, Gilberta, Albertine, el barón de Charlus, Saint-Loup, Odette, Swann"...  Jim Hawkins, Andrés Hurtado, Eugenio de Aviraneta, Long John Silver, Edmon Dantes, Odiseo, Gabriel Araceli...

          ¿Por qué sacaba libros Francisco Umbral?, "Por el olor. Se sacan los libros por el olor. Yo he observado a otros escritores y todos huelen su libro, al tenerlo por primera vez en sus manos, y si no lo huelen es porque son escritores sin pituitaria para el oficio, y un escritor sin pituitaria más vale que se coloque en Aduanas", y el humor de Umbral, tan en serio.

          "Prefiero los rincones donde se guarda el clasicismo de mi infancia que los rincones turísticos donde se guarda -dicen- el clasicismo del mundo", a cuento de esto, recuerdo cuando vi mi colegio, el edificio antiguo revuelto en escombros a ras de suelo, para hacerlo nuevo, comprendí muchas cosas ahí, la primera eso de que la vida va enserio de Biedma. Pero es que también es una vuelta a la infancia ir a ver las ruinas homéricas en esas ciudades inventadas y reales, ficticias y de piedra, por aunque queden cuatro columnas y tras trozos de mármol desperdigados por el suelo, desde la vuelta a la infancia al asombro que es leer la Odisea, estamos también dándole a aquel rincón turístico nuestra impronta, la estamos reviviendo nosotros, no nos hace falta más.

          Más vale quedarse con consejos de estos, "Uno tarda en descubrir el pasado. En descubrir que todo está en nuestra vida y que sólo a partir de ella se puede crear", estos consejos, que no sé porque los apunto por aquí. Sí, ya sé que esto no lo lee nadie, pero por si acaso estarían mejor guardados en el puño de uno.

          Y por fin, el fin, la finalidad, que nunca es la que creíamos, "Quiero decir que adonde llega uno no es nunca adonde quería llegar, sino a otro sitio. Quiero decir que el escritor siempre iba a ser otro escritor, pero la vida, los amores, el trabajo y las llamadas telefónicas le convierten en otra cosa". Ya, pero usted estuvo en el atril dorado del premio Cervantes, y el Nobel no se lo dieron porque hay apuestas que no puede hacer un nórdico para que no lo tachen de loco. No era para tanto, ¿o sí?

martes, 4 de agosto de 2015

LA TREGUA (Mario Benedetti)


       
          Terminado el curso, hace un mes, me desbordaba el número de libros acumulado durante un año en ciertas estanterías que guardan con celo muchas páginas deseando ser leídas. Miro con envidia a esos lectores que saben perfectamente qué libro va a ser el próximo en caer en sus manos. A uno cada vez le cuesta más elegir; porque si bien es un placer intenso eso de pasear mirada y yemas de dedos por esos volúmenes que amueblan nuestro espacio en casa, cuesta por el contrario mucho esfuerzo decidirse por uno. Uno solo.

          Pero esta entrada se llama "La Tregua", libro de Mario Benedetti, y hemos venido aquí por su recién terminada lectura. A mí me gustan los libros que tienen su propia novela, más allá (o más acá, según se mire) de su contenido. Es decir, la particular historia del objeto de papel, por eso pienso yo que me gusta tan poco el libro electrónico, porque es demasiado aséptico y tiene poca novela que contar o ser contada.
          Este libro me lo han regalado. Cuidado. Porque al que le gusta leer sabe que hay regalos envenenados, por más que el que regale tenga insospechable intención. Reconozco la manía que tengo yo con eso de recomendaciones de lecturas y no digo ya nada de las "lecturas obligatorias" del instituto... las odiaba (salvo una de mis profesoras, en segundo de B.U.P. que sabía atraerme sus gustos, de forma sincera, sabia. Así como otra de filosofía en algún curso más avanzado que tuvo la gentileza de hacernos pensar, nos guiaba a preguntarnos cosas). Así que cuando me regalan un libro, reconozco mi prejuicio, un poco paquidérmico y cenizo. Pongo buena cara, y después suelo arrumbarlo o directamente regalarlo a lectores empedernidos de la familia que pueden aguantar cualquier cosa.
          Con este volumen fue distinto. El hecho del regalo ya fue para mí algo importante. Esto no es un diario de confidencias, pero sí me gustaría que quedase ligada a la profunda historia de Benedetti, la pequeña (pero importante) historia que rodea al objeto que me llegó a mí, y que en cierto modo son ya historias inseparables. Así que a la gratitud por la lectura provechosa  de este libro, se suma la del presente, dando por resultado una gratitud que funde ambas y guardo con cariño.

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          La tregua es una novela disfrazada de diario con mucha pericia para que nos creamos al personaje y sus anotaciones más o menos diarias. Como todo buen diario, este también es un exorcismo donde frustraciones, anhelos, odios y desprecios, amores y vida caben.
          Según lo iba leyendo me daba cuenta de que este diario se parecía mucho a esas fotografías enormes, enmarcadas que se suelen regalar. Fotografías que a su vez están formadas por cientos, miles de pequeñísimas fotografías, y que, todas unidas, forman la cara de alguien. Así, en este libro iba yo formando la cara de Martín Santomé, con pequeños retazos que él dejaba en su diario: escenas de trabajo, cenas silenciosas con sus hijos, recuerdos de su mujer muerta, que tanto quiso. Y yo, sin querer, cuando cerraba el libro en algún descanso de la lectura, miraba la contraportada y Mario Benedetti me devolvía la mirada desde su fotografía, auténtica, en blanco y negro, y me era inevitable transformarlo en Santomé o pensar en Santomé como el propio Benedetti. Y como los buenos libros, no sé cuanto hay de autobiográfico en este, pero la atmósfera y la vida que late en él son de alguien real, alguien que ha sentido y ha sabido escribir eso en un libro. No hablo de los datos que da de sí mismo, de su vida o de su contexto, hablo de que la respiración de Santomé es el aliento vivo de Benedetti, y si no es así, me doy por vencido y me ha engañado, aunque me sea difícil concebir que la luz de Montevideo o esa alegría por las pequeñas cosas no desemboquen de nuestro querido escritor uruguayo.

          Leemos en este libro cosas que pueden ayudar a cualquiera más que esos horribles libros de autoayuda, "Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez", como en un verdadero diario, podemos leer estas palabras, como dichas al oído. Porque tal vez lo mejor de este libro sean los malabares ciertos que se tienen que hacer en la vida, para no caer en la desesperación o la tontería.

          El autor también es un gran creador de personajes, porque no necesita descripciones tediosas ni largas, con pequeñas pinceladas en momentos justos nos muestra la verdad de algunas personas, para que nos las creamos: "Blanca (su hija) tiene por lo menos algo de común conmigo: también es una triste con vocación de alegre". Así entendemos mejor este maravilloso puzle, donde, como en las mejores pelis de Tarantino, las piezas van sueltas, pero tú las vas montando en tu imaginación. Y lo consigue, aunque no deje de ser un riesgo, pero al que el buen escritor se debe exponer.

          Cuando habla de su vida pasada, reflexiona en el diario Bebedetti Santomé: "todo fue siempre demasiado obligatorio como para que pudiera sentirme feliz". Aunque se trasluce la satisfacción posterior, en el momento de escribir el diario, de las cosas que se tenían que hacer. Porque siendo una ficción, nos llega el rumor constante de la vida de verdad de alguien.

          Y la poesía. No recordaba ya que el primer y único libro, antes de este, que leí de Benedetti fue uno de poesía, de la biblioteca. Un poco a la marchanta , como dicen en Argentina y Uruguay, de esos autores que nos han recomendado o que hemos oído por la radio hablar de ellos, y que leemos como picoteo un poco egoísta y escéptico (lo puedo reconocer hoy que he bebido con fruición del manatial de La Tregua). La poesía: "Sólo ahora me di cuenta de que me he acostumbrado a vivir en calles sin árboles. Y qué irremediablemente frías pueden llegar a ser". No vienen en verso, pero un poeta, a veces, aunque escribe una novela en forma de diálogo, le brota la poesía donde menos te lo esperas. Como aquí, de nuevo... "No hice comentarios, pero el agradecimiento estaba en mi garganta", estas palabras, este verso enmascarado en el diario, te provoca al leerlo una reacción fisiológica, porque te acuerdas de esos agradecimientos que en algún momento de tu vida se salían, se desbordaban y no pudiste traducirlo en palabras, porque no podían mejorar el mismo agradecimiento ni igualarlo, y sólo podías estropearlo como se arruga el papel de un regalo.

          Agradecemos a Benedetti la amargura, cuando escribe Santomé... "estoy fatigado (y en este caso la fatiga es casi un asco) del disimulo, de ese didimulo que uno se pone como una careta sobre el viejo rostro sensible". Cotidianamente lúcido, nos explica a nosotros mismos cuando dice eso.

          Hay algún cabo sin atar, para darle como un toque de verosimilitud, y parezca un diario auténtico, de alguien ajeno al escritor. Me refiero a la relación con uno de sus hijos, Jaime, y que me parece el desliz más valiente que se permite Benedetti y que es el que resulta más raro de presentir en alguien como él. Raro por dos motivos: porque al gran novelista y creador que es él eso  no se le ha podido pasar (dejar pululando en el espacio esa relación sin pulir su forma), e insólito porque hay un sentimiento del padre hacia el hijo que no me creo en la persona de Benedetti, en el ciudadano Benedetti. Me recuerda a cuando vemos a un actor que en determinada película no nos creímos, metido en tal o cual personaje, porque no le va, no entra en lo que se esperaba, y no estoy hablando de actuar mejor o peor, que es otra cosa. No. Quiero decir que hay características en la psicología del actor que no encajan en determinados roles o maneras, por más que estemos ante un grandísimo intérprete; por ejemplo Paul Newman en la fallida película "El juez de la horca" (The Life and Times of Judge Roy Bean), el señor más elegante que se puso nunca delante de una cámara fue incapaz de salvar un filme para el cual tal vez alguien con un poco más de postureo canalla habría sido el adecuado (aunque la película tiene mucho pecados de guión y otras cosas que la hacen muy, muy olvidable). Muy al contrario, en el caso que nos ocupa, La Tregua queda mejor hilada con este deshilachamiento voluntario, dejado como al descuido, que nos hace olvidar, un poco, la cara exacta de Benedetti, y recordarnos que esos pensamientos pudieran ser de cualquier peatón urbano con el que nos cruzamos, por muy educado que sea al ceder el paso de una mujer en la puerta de una pastelería.

          Acabo la reseña con una reflexión que hace Santomé debido a la alegría, a un recuerdo feliz que tiene al pensar en algún momento dichoso al lado de la persona querida, y me parece una enseñanza más para dejar grabada en nuestro día a día, en un pósit cotidiano que sea bandera para nuestro comportamiento : "No es la eternidad, pero es el instante, que, después de todo, es su único sucedáneo verdadero".