domingo, 10 de agosto de 2014

EL POETA Y EL PINTOR (Ana Rodríguez Fischer)

          

          Ser más de Quevedo que de Góngora, y por tanto considerarlo un genio, antipático, no le impide leer a uno con placer auténtico este libro sobre la relación breve, probable o inventada de El Greco y el poeta cordobés.
          La escritora describe, solvente, la época como cuando nos habla de la forma de viajar, los inconvenientes o ventajas, las modas del momento, la dureza para los animales de carga. Y esto lo escribe con un castellano transparente, claro, limpio, entreverado de barroquismo sin trampantojo moderno, más bien un respeto y una llamada a la vuelta de lecturas gongorinas, cervantinas y todo lo demás también. Parecido a ver en arquitectura moderna, un pequeño vestigio necesario para darle el tono de aquel siglo y pico que dieron en llamar el Siglo de oro.

          El libro ayudará a conocer muchos datos de El Greco divirtiéndose. ¿Podríamos conocer estos datos buscando por güiquipedias y otros portales del conocimiento? Sí. ¿Es mejor internarse por los caminos de el poeta y el pintor para saber aquello? Sí, sin duda. Por la prosa sencilla y certera de Ana Rodríguez lo pasará vuesamerced mejor que por el aseptismo del dato encontrado por la red. Además creo (no lo sé porque no conozco a esta señora Ana) que el libro está escrito desde la admiración un poco obsesiva hacia el pintor, algo que comparte uno con ella, después de ponerse delante de los cuadros, y sentir la alucinación, la extravagancia de Doménikos, y el vértigo en uno mismo como espectador.

          Me ha gustado mucho que nos mostrara el debate que se mantenía en Italia sobre las artes liberales y mecánicas, en relación con la pintura, y que El Greco precisamente pleiteara concienzudamente desde su convencimiento de que la pintura por supuesto es un arte liberal "merecedora de todos los honores que se tributan a la poesía".

          A uno, que las obras de ciencia ficción le dejan frío, y tampoco ha viajado mucho, le agrada leer lo que ya conoce, llamadlo inconformista si queréis, pero se reconoce La Sagra, aunque hay algún cambio con el aspecto actual, imagino que por la documentación de la escritora sobre la época y las características agrícolas de esos años.

          Y Toledo, siempre Toledo. Otra escritora, entre los cientos de escritores, que vuelve a escribir sobre la ciudad, y no lo hace mal. Iba a transcribir algunas cosas que están bien en las páginas del libro, pero... ¡Id a comprarlo, carajo, y perderos en él!, sentid la emoción de leer quién fue Juanelo Turriano y su prodigiosa obra maestra, y no artificio ni invención, como se ha dicho, ese hombre sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando subía agua del Tajo al Alcázar.
          ¿Qué más? la casa de El Greco, vivienda que formaba parte del entramado de posesiones del marqués de Villena, algo de la magia del marqués caería en nuestro pintor, para quedarse en Toledo y no salir.

          Se gastan muchas páginas hasta el encuentro por fin de el poeta y el pintor, parece que por una mezcla de dos cosas, una intencionada y la otra no tanto: la escritora nos quiere tener pendientes todo el tiempo de "a ver si sale El Greco, a ver si sale", es una persona todavía hoy muy desconocida realmente, o mejor dicho misteriosa, a pesar de haberse descubierto mucho de lo que escribió, lo que de él escribieron y, directamente, sus cuadros. Bien, esto lo aprovecha Ana para decir "¿Queréis conocerlo?, pues paciencia y ganas". Por otra parte, se tarda en llegar hasta El Greco por la profusión de detalles en cada cosa que describe o nos cuenta, y por mucho que haya tenido que dejar de escribir para  no marear al personal con datos, se detiene en lo que importa para conocer suficientemente el contexto, los personajes, la cultura de esos años, y también, por ejemplo, la propia vivienda del pintor, mezcla de aspectos de cualquier vivienda de un pintor del XVI e imaginación y forma de narrar (lo más importante) de la escritora. Esto, la profusión, es más difícil de dominar, y tampoco es un defecto del libro.

          Y llegas a El Greco. En el libro de desgrana todo lo que hace falta para llegar al pintor, de forma honrada y trabajada, y sin embargo... sigue el misterio intacto.
          Un pequeño (o grande, es igual) desacuerdo con Ana Rodríguez Fischer: No estoy tan seguro de que la mirada de El Greco esté exenta de anhelo o deseos, como nos cuenta que la vio Góngora en el pintor. Si Ana ha basado esa opinión viendo el autorretrato, hemos visto un cuadro distinto, pues si El Greco estaba lleno de algo era de anhelo, deseos, exuberancia, sensualidad... él quería Ser El Greco, de aquí a Roma, vamos, y se ve en esos ojos de ratoncillo silvestre, sabio, de hombre que ha vivido mucho, ha bregado y pleiteado mucho con tanto hijodalgo como para contentarse con ser hippy, no fastidie vuecé. Y además sólo hay que mirar detenidamente su última obra antes de morir (Adoración de los pastores, 1612). Ese cuadro no es de alguien que no tuviera anhelo ni deseos, y no estoy hablando de religión, sino de fe. Fe en sus pinceles y su pintura. Yo no sé si El Greco creía en Dios o en algo, pero es muy difícil no creer en lo que se ve ahí, con el pintor de espaldas y todo lo que hay en el cuadro vibrando, con algo sobrenatural flotando, llameando, flamígero, lleno de deseos y un anhelo por durar más allá de su tiempo.