miércoles, 30 de julio de 2014

EL GIOCONDO (Francisco Umbral)

          

"...un deseo de ser visto y no ser visto al mismo tiempo.", así aparece, y está y no está El Giocondo, ese prímula veris, ese chico que camina sin pisar el suelo.

          Umbral mete el adjetivo apócrifo, apócrifamente, genialmente... "los maduros, con la juvenilidad apócrifa de sus foulards", esta frase nos dice más, todo sobre esos maduros noctámbulos, extraños y deseosos de vértigo, que cualquier párrafo cargado de frases hechas, mecánicas y autómatas que nos convierten en lectores autómatas, de esas novelas que nos rodean hoy.

          Umbral cae mal a algunos escritores por pura envidia, narra que un personaje de las noches elegantes, eróticas, bosteza como un "galgo heráldico", a cualquier escritor medianamente inteligente y con una pretensión de tamaño medio, le ha de importar, incluso que preocupar no llegar nunca a igualar esta forma de crear una imagen tan perfecta, que nos lleva tan acertadamente a dónde quiere llevarnos el novelista. En esta novela que se mueve sobre las arenas movedizas de la noche de saraos, güisquis y mujeres que bailan al borde de acantilados, esta forma de presentarnos al señor ese, es un grabado de época.
          Como cuando dice "Qué anocheceres enteleridos", la persona y el anochecer se funden en una cosa, en algo, alguien entelerido, y también al leer eso, vas directamente al lugar, te pones en el lugar de El Giocondo en esa noche. O "el tejido ondeante de la amistad", para describir los encuentros al principio de la noche de esta pandilla de malditos, directamente estás viendo una bandera de la amistad en ese ondear.

          Hay como una melancolía, el hilo con el que está tejida la inexistente trama del libro es de ese color: melancolía...melancolía y fracaso. "vivimos sobre los bocetos borrosos del que fuimos sucesivamente, vamos borrando a cada uno de los que fuimos con el proyecto del que ahora queremos ser", y aquí hay una verdad que tampoco la he escuchado sobre las gentes que han hablado, con más o menos fundamento del gran Francisco Umbral; este señor decía verdades asequibles para cualquier mortal, mejor que algunos psicólogos o filósofos, que se pierden en palabrería más o menos científica, pero ve uno en eso que hemos sacado del libro, algo que le pasa a todo el mundo, y que se convierte en miedo de madrugada.

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          "y de madrugada estaban todos en la terraza desayunándose migas manchegas, a la misma hora en que las estarían tomando los recios viñeros en La Mancha lejana y cercana, en el Campo de Montiel", sí, La Mancha, desde el poblachón manchego como llamó Galdós a Madrid está muy cerca de La Mancha, para su suerte, por mucho rascacielos que quiere huir del suelo.

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          Uno de los momentos más hermosos del libro, es cuando podemos observar de cerca al Giocondo, cuando nos lleva Umbral de la mano, y bajamos por esos escalones cubiertos de mullida alfombra roja, al salón de baile de uno de esos lugares donde encontraban una puerta a la perdición, "El Giocondo tomaba su chivas en silencio, escuchando sin oír los solos de trompeta o la voz de colector de los negros que cantaban, un poco fascinado, inquietado por la súbita variedad de cabezas, de cuerpos, de figuras... Era esa riqueza del espectáculo humano a la que la sensibilidad deslumbrada tarda un poco en acostumbrarse", y hasta aquí, porque al maestro Umbral hay que leerlo entero y verdadero, para tocar con las yemas de los dedos este papel, de 1971, editorial Planeta, que nos traspasa el deseo, aquí y ahora.

          El libro y lo que me costó, que no fue mucho, merece la pena sólo por esta descripción del Madrid de madrugada, visto por los noctámbulos malditos, prímulas y otros buscadores de tesoros en la noche, que quedaban en el "pescaíto" de la Puerta de Toledo, a seguir su búsqueda, un poco escépticos ya, "Los dos automóviles salieron en carrera loca por las calles clareantes del alba. La ciudad era una pálida y desolada alusión a sí misma, enorme e incierta en las grandes plazas", bueno, los que se hayan amanecido en Madrid sin dormir, estando por ahí, saben que no encontrarán una descripción mejor del sentir de la ciudad en ese momento.

martes, 29 de julio de 2014

EL CABO DE LAS TORMENTAS (Pío Baroja)

       

          Cinco relatos forman el libro: Bautista el sublevado (sobre la sublevación de Jaca, 1930), El contagio (transcurre en la época de la dictadura de Primo de Rivera, 1923-1930), La protección del "Negre" (en el tiempo de las agitaciones sindicalistas de Barcelona), Silencio (basado en un crimen real, el de Beizama) y Margot y sus pretendientes (durante la proclamación de la República en Madrid).
          Con unos cuantos personajes, que Baroja mueve como muñecos en apariencia frívola por el tablero de aquel convulso primer tercio del siglo XX, se intercalan reflexiones filosóficas, morales y culturales interesantes, y ese narrar suyo donde las páginas pasan naturalmente.

          "- Gracián postula varias condiciones para el héroe. No recordaré todas. Le exige la sutileza de ingenio y la prontitud en el espíritu; considera necesario el corazón, es decir, el valor, el buen gusto, la eminencia en algo, la inclinación por los empleos pausibles, la gracia con las gentes, o sea, la afabilidad, el despejo y el arte de ganarse las simpatías. El concepto del héroe de Gracián no es igual al concepto del héroe moderno." No seremos tan ingenuos de escribir en este retirado blog que la novela que escribe PB sea únicamente para intercalar aforismos o párrafos de moral pesada castellana, pero qué bien puesto está esto, sacado a colación de las intrigas y los comportamientos militares que cuenta el libro.
Un poco más adelante, en la misma charla de muñecos barojianos, el concepto de heroísmo se baja del caballo legendario, gracianesco (aunque Gracián siempre tenga razón. Siempre), para tocar el suelo mundano...
          "- ¿Así que el héroe es un fanático?
           - Yo así lo creo. Fanático de una idea general patriótica, humanitaria o religiosa. El fanatismo impulsa a no dar importancia a los hechos ni al razonamiento de los demás, a seguir la idea única y propia, que le sale a uno de adentro. El que cree que tiene el monopolio de la verdad y posee una voluntad firme, si se le presenta la ocasión, puede ser un héroe. El crítico y el desmayado de voluntad, por inteligente que sea, no puede ser un héroe nunca."

          En otra ocasión Fermín Acha, don Leandro y Arizmendi (algunos de los muñequitos de plomo ligeros barojianos), estando de merienda en la sierra de Madrid, ven llegar a los miembros de la Dictadura de Primo de Rivera en automóvil...
          "- Qué aire tienen - dijo don Leandro.
           - Detestable - contestó Arizmendi.
           - El principal - añadió Fermín - parece un chulo andaluz ya viejo; los otros podrían ser sus criados. Yo sentiría reparo si tuviera que darles la mano."
          Es difícil no pensar en que es el propio Baroja quien pensaba así.
          De hecho, adrede o no, cuando se callan sus muñecos, el narrador dice esto:
          "El dictador hablaba mucho, con una voz ronca y al mismo tiempo atiplada; los otros eran de un aire vulgar y ridículo. Únicamente don Severiano, el general, tenía el tipo de lo que era: de un personaje siniestro." ... en fin, que si no nos había quedado claro lo bien que le caían Primo de Rivera y sus ministros, en ese último párrafo les da la puntilla. 
          Ahora, uno de nuestras apreciadas marionetas noveladas barojianas, generaliza sobre lo que son o parecen los Ministerios europeos respecto a los políticos de pasadas épocas:
          "Se ve un Ministerio español, francés o italiano actual y parece una reunión de tenderos, comisionistas o maestros de obras. ¿Es que eran los accesorios, las pelucas, las gorgueras, las casacas, los que daban aspecto distinguido a los personajes antiguos, o es que eran, en realidad, diferentes, de más prestancia que los de ahora?"

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          En otra parte del libro, encontramos observaciones alejadas de lo anterior, pero que a mí me han servido para acordarme de la representación de la guerra en la Edad Media donde había nobles en batalla y su comparación con el aristócrata del siglo XVII, donde mucha vio la guerra de lejos:
          "La aristocracia de hoy no es la del siglo XIII, ni la del XIII es la del siglo XVI, ni la del XVI es la del siglo XVIII y XIX. El feudal del siglo XII o XIII, si hubiera renacido en el XVI, no hubiera reconocido a los aristócratas del tiempo como suyos. Hubiera dicho: Este es el nieto del comerciante y aquél el descendiente de la judía. El del siglo XVI, a su vez, tampoco hubiera reconocido como de los suyos a los aristócratas del XVIII o del XIX. Ahora, claro es, si se llama aristocracia a la clase que manda, a la que sube a las altas esferas, entonces la aristocracia existe y perdura siempre, hasta con los gobiernos socialistas".
          Seguramente muchos de los que pintó El Greco, los caballeros, no pisaron un terreno de batalla; sí algunos, pocos, que aunque bien vestidos, no eran aristocracia, sino exclusivamente vestidos noblemente para la pose, social y pictórica, pero nobles no.

viernes, 18 de julio de 2014

LONDRES (Virginia Woolf)



          La prosa de Virginia Woolf no tiene barroquismos ni aventuras intrépidas, porque Virginia Woolf te cuenta las cosas como si estuvieras con ella, dentro de una casa de Londres.

          Hablando de una señora típica y tópica londinenese nos cuenta que... "había creado un mundo tan compacto y absoluto que el mundo exterior no podía agregarle pluma ni ramita alguna"; con esta forma de escribir sencilla, que no simple, nos refiere las cosas.

          "El Greenwich Hospital, con todas sus columnas y sus cúpulas, llega en perfecta simetría hasta las aguas, y transforma de nuevo el río en el sereno caudal al que la nobleza de Inglaterra en otros tiempos se dirigía...", aquí se cumple perfectamente lo que nos cuenta Borges en su relato sobre Pierre Menard; uno lee esto, la prosa despojada de todo disfraz o adorno de VW, y se da cuenta de que aunque uno vaya a Londres y escriba esto nunca le quedará tan original como a la escritora inglesa, que sigue en el mismo párrafo... "...paseando sin prisas por verdes prados, o cuyos peldaños de piedra en la orilla descendían para pasar a bordo de sus embarcaciones de recreo."



          Hablando de la laboriosidad en los muelles de Londres, "la previsión y la destreza que se han vertido en cada uno de estos procesos, viene (y parece que entre por la puerta trasera) a incoroporar ese factor de belleza en el que nadie, en los muelles, ha pensado siquiera un segundo", hace que le guste a uno su descripción desde fuera, como espectadora de ese cotidiano espectáculo, el hormiguero húmedo que debió ser aquel entramado de tinglados, dispuestos siempre a recibir y mandar mercancías, desde y hacia cualquier parte del mundo, por eso: "Este es el camino por el que se infiltra la belleza", no sé si el estibador que estaba molido de la jornada pensaría lo mismo, pero sí me creo que el espectáculo tuviera esa belleza del que mira y ve la arribada de un barco, el caos ordenado de los trabajadores de aquí para allá, que parece equivocadamente) que no saben donde van, y todo acaba en su sitio. Yo veo aquí un pequeño homenaje a la honradez de esos obreros, como cuando nos cuenta la destreza al abrir los barriles de las mercancías, la sutileza del golpe, producto de largos años de depurar el gesto menestral.

          Más adelante relatándonos "El oleaje de Oxford Street", vuelve a hablarnos de otro aparente caos, ahora ya en una zona distinta a los muelles, aunque mezcladas ya las clases sociales, pero donde el lujo se desparrama en la suntuosidad  elegante de Oxford Street: "El rompecabezas jamás llega a quedar ordenado, por mucho que lo contemplemos", al ver todo el trajín de tráfico humano y de automóviles.

          Acaso la frase más extraña que se ha encontrado uno en estas páginas sea esta: "El encanto del Londres moderno consiste en que no ha sido construido para durar, ha sido construido para pasar", y se entiende lo que explica, la cantidad de cambios en las casas residenciales, en los negocios; pero ese Londres moderno, yo creo que desde nuestro dos mil catorce es el Londres con ganas de vivir del periodo de entreguerras (la colección de artículos que componen este libro corresponden al año 1931); hoy, nuestro Londres moderno o postmoderno, o como quiera que se llame, no sé cuantas ganas tiene de cambiar, hacia dónde.

          Una de las cosas que atraparon a uno, cuando empezó a leer a Woolf, es que se fija en las mismas cosas, le resultan interesantes ciertas miradas compartidas; así, cuando visita como turista la casa del historiador Carlyle, dice: "La escalera, de madera labrada, ancha y digna, parece tener los peldaños desgastados por los pies de ajetreadas mujeres transportando cubos de agua", volvemos al gusto por la laboriosidad, por lo que les ocurre a los que les emociona la Historia, que dice bajo el arco de algún castillo por aquí pasaron, ella siente eso, pero de forma más cercana, las mujeres que trabajaban allí, alza la intrahistoria a una parte de la Historia, la literaturiza, y la dignifica. Y esto lo hace asiduamente, convirtiendo en belleza actos comunes a cualquier mortal.

          Revela su lucidez esa falta de genialidad, comparando la época de individualismo y riego de Shakespeare con la actual (1931), donde hay tanta gente, tan pequeña, tan parecida, y nos gustaría pensar que allá donde se encuentre VW pudiera ver lo minúsculos que nos hemos vuelto, donde cualquier emborronador puede tener un blog, como el que mancha este aquí.

          Muy aconsejable, este libro, para leer durante una estancia en Londres, se lee a un ritmo normal, casi de respiración de ser humano medio, para ver lo que hay/no hay ya de aquel Londres virginiano y ver lo que sin ser igual, es lo mismo. Gracias, Virginia.