"...un deseo de ser visto y no ser visto al mismo tiempo.", así aparece, y está y no está El Giocondo, ese prímula veris, ese chico que camina sin pisar el suelo.
Umbral mete el adjetivo apócrifo, apócrifamente, genialmente... "los maduros, con la juvenilidad apócrifa de sus foulards", esta frase nos dice más, todo sobre esos maduros noctámbulos, extraños y deseosos de vértigo, que cualquier párrafo cargado de frases hechas, mecánicas y autómatas que nos convierten en lectores autómatas, de esas novelas que nos rodean hoy.
Umbral cae mal a algunos escritores por pura envidia, narra que un personaje de las noches elegantes, eróticas, bosteza como un "galgo heráldico", a cualquier escritor medianamente inteligente y con una pretensión de tamaño medio, le ha de importar, incluso que preocupar no llegar nunca a igualar esta forma de crear una imagen tan perfecta, que nos lleva tan acertadamente a dónde quiere llevarnos el novelista. En esta novela que se mueve sobre las arenas movedizas de la noche de saraos, güisquis y mujeres que bailan al borde de acantilados, esta forma de presentarnos al señor ese, es un grabado de época.
Como cuando dice "Qué anocheceres enteleridos", la persona y el anochecer se funden en una cosa, en algo, alguien entelerido, y también al leer eso, vas directamente al lugar, te pones en el lugar de El Giocondo en esa noche. O "el tejido ondeante de la amistad", para describir los encuentros al principio de la noche de esta pandilla de malditos, directamente estás viendo una bandera de la amistad en ese ondear.
Hay como una melancolía, el hilo con el que está tejida la inexistente trama del libro es de ese color: melancolía...melancolía y fracaso. "vivimos sobre los bocetos borrosos del que fuimos sucesivamente, vamos borrando a cada uno de los que fuimos con el proyecto del que ahora queremos ser", y aquí hay una verdad que tampoco la he escuchado sobre las gentes que han hablado, con más o menos fundamento del gran Francisco Umbral; este señor decía verdades asequibles para cualquier mortal, mejor que algunos psicólogos o filósofos, que se pierden en palabrería más o menos científica, pero ve uno en eso que hemos sacado del libro, algo que le pasa a todo el mundo, y que se convierte en miedo de madrugada.
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"y de madrugada estaban todos en la terraza desayunándose migas manchegas, a la misma hora en que las estarían tomando los recios viñeros en La Mancha lejana y cercana, en el Campo de Montiel", sí, La Mancha, desde el poblachón manchego como llamó Galdós a Madrid está muy cerca de La Mancha, para su suerte, por mucho rascacielos que quiere huir del suelo.
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Uno de los momentos más hermosos del libro, es cuando podemos observar de cerca al Giocondo, cuando nos lleva Umbral de la mano, y bajamos por esos escalones cubiertos de mullida alfombra roja, al salón de baile de uno de esos lugares donde encontraban una puerta a la perdición, "El Giocondo tomaba su chivas en silencio, escuchando sin oír los solos de trompeta o la voz de colector de los negros que cantaban, un poco fascinado, inquietado por la súbita variedad de cabezas, de cuerpos, de figuras... Era esa riqueza del espectáculo humano a la que la sensibilidad deslumbrada tarda un poco en acostumbrarse", y hasta aquí, porque al maestro Umbral hay que leerlo entero y verdadero, para tocar con las yemas de los dedos este papel, de 1971, editorial Planeta, que nos traspasa el deseo, aquí y ahora.
El libro y lo que me costó, que no fue mucho, merece la pena sólo por esta descripción del Madrid de madrugada, visto por los noctámbulos malditos, prímulas y otros buscadores de tesoros en la noche, que quedaban en el "pescaíto" de la Puerta de Toledo, a seguir su búsqueda, un poco escépticos ya, "Los dos automóviles salieron en carrera loca por las calles clareantes del alba. La ciudad era una pálida y desolada alusión a sí misma, enorme e incierta en las grandes plazas", bueno, los que se hayan amanecido en Madrid sin dormir, estando por ahí, saben que no encontrarán una descripción mejor del sentir de la ciudad en ese momento.