Se dirá que es un sacrilegio y una herejía sacar aquí trocitos de artículos del magnífico libro SÍ Y NO, mutilando su contenido total, privándolos de una coherencia que tuvieron como artículos sueltos en su día, como artículos compañeros de otros ahora en el libro. Pero creo que cuando se escribe, se hace por necesidad vital, y hay algunas partes de estos escritos que me llaman, como si salieran unos brazos del libro, me cogieran por las solapas y me instigaran a minimizar la ventana que mantiene en bucle las gnossiennes de Satie, abrir la correspondiente a este blog y escribir. Escribir.
"Lo que hace de nosotros lo que somos no son los recuerdos medidos con calibre ni pesados en balanza, sino la relación de unos con otros y la atmósfera que entre todos ellos forman". Y no entiendo porqué estas palabras me llevan directamente a acordarme de un palacio del siglo XIX que visité este verano. Fue en agosto, y me gustó, pero hasta hoy, que he leído esto, no habían vuelto a mi cabeza los jardines románticos con caminos que van a ningún sitio, con invernadero y lago artificial, pequeño y cuidado, con estatuas esperando a ser observadas. En el folleto que ofrecen al visitante hay un inventario que parece medir con calibre y pesados en una balanza sus obras más interesantes, su exclusiva colección de arte: cuadros de Goya, Tiziano y El Greco; tapices de Bruselas, y además en las fechas que fuimos nosotros pudimos ver los bodegones de Luis Meléndez, los mismos que he visto bastantes veces, solo, en el piso de arriba del Prado, junto a los cartones para tapices de Goya que también suelen aburrirse en su soledad (a lo mejor así pueden descansar todos los ayudantes de cacería de Carlos III, el pelele lo mantearán muy a su sabor las mujeres que sostienen la manta y la pelea en la venta puede seguir su curso). Y sin embargo si tuviera que elegir tres cosas del palacio Selgas-Fajalde, tres recuerdos, no sería nada de lo que anuncian ahí, en el folleto, sino la huella que la Guerra Civil dejó en un espejo, una estrella oscura del tamaño de una moneda grande, de puntas múltiples, irregulares en su longitud, única marca que dejó la contienda según la audioguía, aquella bala perdida. También me quedaría con alguna de las sillas con lámpara incorporada y brazo delantero para apoyar algún libro de los que pueblan la biblioteca, grande para mí, pequeña seguramente para quien acumula libros a lo tonto, justa, suficiente para perder allí todo el tiempo del mundo, cuando los atardeceres permitiesen mirar por la ventana y adivinar conversaciones en voz baja entre las estatuas del jardín. Me quedaría con la sensación que tuve en algunas salas de que alguien se acababa de ir, de que hace un momento la criada terminaba de peinar a uno de aquellos niños bien vestidos, que recién salió hacia la escuela que está a la entrada del recinto, un coqueto edificio, donde, en vitrinas, se muestran pequeños cuadernitos de ortografía, mapas y otros manuales de otras épocas, escuetos y suficientes. Es decir, la atmósfera que se quedó ahí, entretejida por viejas vivencias.
El final del artículo es mi parte favorita del libro, por ahora, muy difícil de superar, ya sin relación con el palacio, que dejé olvidado, "Un día alguien besó a una joven, a quien jamás volvió a ver. El recuerdo de ese beso dura menos que el beso, y sin embargo ese joven, ya viejo, comprende que el resto de su vida ha gravitado bajo la impresión profunda que aquel acto de amor, y su pérdida, dejó en su corazón". Cuenta Sabina, Joaquín, que él nunca escribió canciones para sus grandes amores, las chicas que estuvieron con él de forma más o menos continuada, sino que un día vio a una chica por la ventanilla de un tren, y que necesitaba escribirle una canción. Somos así, nos movemos más de verdad en el terremo mitológico y legendario que en el racional y lógico, preferimos conocer a un soldado al servicio de Napoleón en la leyenda toledana El Beso de Bécquer que leer una manual de Historia donde diga las partes de su uniforme, y todos los etcéteras que le sobran a nuestras pasiones. Ya lo decía Sandoval (un personaje inolvidable de la película argentina El secreto de sus ojos): "Un hombre puede renunciar a todo, menos a una cosa: su pasión", aunque a veces, no pueda escribir ese recuerdo en sus memorias o tenga que escribirlo en un cuento o una novela, como si no fuese él al que le pasa, sino a un ingenioso hidalgo o un dragón francés.
(Sobre el artículo "Calibre y balanza de la memoria").