viernes, 21 de septiembre de 2012

SÍ Y NO (Andrés Trapiello) 02



          Se dirá que es un sacrilegio y una herejía sacar aquí trocitos de artículos del magnífico libro SÍ Y NO, mutilando su contenido total, privándolos de una coherencia que tuvieron como artículos sueltos en su día, como artículos compañeros de otros ahora en el libro. Pero creo que cuando se escribe, se hace por necesidad vital, y hay algunas partes de estos escritos que me llaman, como si salieran unos brazos del libro, me cogieran por las solapas y me instigaran a minimizar la ventana que mantiene en bucle las gnossiennes de Satie, abrir la correspondiente a este blog y escribir. Escribir.

          "Lo que hace de nosotros lo que somos no son los recuerdos medidos con calibre ni pesados en balanza, sino la relación de unos con otros y la atmósfera que entre todos ellos forman". Y no entiendo porqué estas palabras me llevan directamente a acordarme de un palacio del siglo XIX que visité este verano. Fue en agosto, y me gustó, pero hasta hoy, que he leído esto, no habían vuelto a mi cabeza los jardines románticos con caminos que van a ningún sitio, con invernadero y lago artificial, pequeño y cuidado, con estatuas esperando a ser observadas. En el folleto que ofrecen al visitante hay un inventario que parece medir con calibre y pesados en una balanza sus obras más interesantes, su exclusiva colección de arte: cuadros de Goya, Tiziano y El Greco; tapices de Bruselas, y además en las fechas que fuimos nosotros pudimos ver los bodegones de Luis Meléndez, los mismos que he visto bastantes veces, solo, en el piso de arriba del Prado, junto a los cartones para tapices de Goya que también suelen aburrirse en su soledad (a lo mejor así pueden descansar todos los ayudantes de cacería de Carlos III, el pelele lo mantearán muy a su sabor las mujeres que sostienen la manta y la pelea en la venta puede seguir su curso). Y sin embargo si tuviera que elegir tres cosas del palacio Selgas-Fajalde, tres recuerdos, no sería nada de lo que anuncian ahí, en el folleto, sino la huella que la Guerra Civil dejó en un espejo, una estrella oscura del tamaño de una moneda grande, de puntas múltiples, irregulares en su longitud, única marca que dejó la contienda según la audioguía, aquella bala perdida. También me quedaría con alguna de las sillas con lámpara incorporada y brazo delantero para apoyar algún libro de los que pueblan la biblioteca, grande para mí, pequeña seguramente para quien acumula libros a lo tonto, justa, suficiente para perder allí todo el tiempo del mundo, cuando los atardeceres permitiesen mirar por la ventana y adivinar conversaciones en voz baja entre las estatuas del jardín. Me quedaría con la sensación que tuve en algunas salas de que alguien se acababa de ir, de que hace un momento la criada terminaba de peinar a uno de aquellos niños bien vestidos, que recién salió hacia  la escuela que está a la entrada del recinto, un coqueto edificio, donde, en vitrinas, se muestran pequeños cuadernitos de ortografía, mapas y otros manuales de otras épocas, escuetos y suficientes. Es decir, la atmósfera que se quedó ahí, entretejida por viejas vivencias.

          El final del artículo es mi parte favorita del libro, por ahora, muy difícil de superar, ya sin relación con el palacio, que dejé olvidado, "Un día alguien besó a una joven, a quien jamás volvió a ver. El recuerdo de ese beso dura menos que el beso, y sin embargo ese joven, ya viejo, comprende que el resto de su vida ha gravitado bajo la impresión profunda que aquel acto de amor, y su pérdida, dejó en su corazón". Cuenta Sabina, Joaquín, que él nunca escribió canciones para sus grandes amores, las chicas que estuvieron con él de forma más o menos continuada, sino que un día vio a una chica por la ventanilla de un tren, y que necesitaba escribirle una canción. Somos así, nos movemos más de verdad en el terremo mitológico y legendario que en el racional y lógico, preferimos conocer a un soldado al servicio de Napoleón en la leyenda toledana El Beso de Bécquer que leer una manual de Historia donde  diga las partes de su uniforme, y todos los etcéteras que le sobran a nuestras pasiones. Ya lo decía Sandoval (un personaje inolvidable de la película argentina El secreto de sus ojos): "Un hombre puede renunciar a todo, menos a una cosa: su pasión", aunque a veces, no pueda escribir ese recuerdo en sus memorias o tenga que escribirlo en un cuento o una novela, como si no fuese él al que le pasa, sino a un ingenioso hidalgo o un dragón francés.

(Sobre el artículo "Calibre y balanza de la memoria").

sábado, 15 de septiembre de 2012

SÍ Y NO (Andrés Trapiello) 01

         
          Es una colección de artículos que salieron publicados en revistas y periódicos del domingo. No sabía uno si escribir sobre ellos, pero me he encontrado algunas palabras sobre la foto Autorretrato de Alberto García Alix que tenía que rescatar para esta pequeña isla o blog, "la foto está mal encuadrada por arriba y por abajo, por todas partes. No parece cosa intencionada, y esa humildad de ceder al azar la hace, como obra de arte, más honda", así AT me sigue sorprendiendo desde una aparente sencillez, que a lo mejor sí, es sencillez, pero que cuenta cosas con la precisión del que lee mucho, anda mucho, y no puede dejar de buscar y de escapar entre, por ejemplo, fotos, "La intensidad de esa mirada, el dolor que adivinamos en ella, la radical soledad, las pocas ganas de devaneo estético, son aquí algo serio y definitivo". Después de leer esto uno busca rápidamente esa foto por internet, y salen varias, pero por las palabras aquí reproducidas y por otras que se quedaron en el libro sabe cuál es, y la miras y vuelves a las líneas que acabas de leer, y allí están, las dos cosas correspondiéndose, el texto con la foto y viceversa. Uno quiere buscar otras palabras, propias, mejores que esas de AT y sonríe, como diciéndose para su coleto "no tienes tú que beber colacao todavía para esto, chaval", que es lo que te decían los mayores de octavo (yo hice el maravilloso EGB) cuando uno todavía iba a tercero, y quería echar unas canastas con ellos y no llegaba al aro ni al tablero, y le miraban sonriéndose, pues con lo pequeños todavía no eran crueles, en sexto y séptimo nadie se atrevía a entrar ni al campo, claro, pues ahí ya podría haber palabras mayores, y no te digo nada si había chicas mirando... Tal vez si AT fuera uno de esos de octavo, diría "no te quedan a ti, chaval, relecturas del Quijote, o del Lazarillo, o de Baroja o de...", y ya metidos en faena de ficción, AT me lo diría dentro de una de esas ilustraciones de Doré, en un sillón rodeado de pequeños seres reales y fantásticos, de libros abiertos y cerrados, ocupando por algunos momentos el lugar de Alonso Quijano soñándose el hidalgo o al revés, sonriendo con la sonrisa de la portada de este libro que tengo yo aquí y ahora, SÍ Y NO, bien peinado, como al descuido pero cuidado, mirando a sus perros, o a unos perros que no son suyos pero que parece conocerlos, sentado tranquilamente, sereno, la mano izquierda suspendida en el aire pues el brazo apoya en el brazo de la silla de madera y tela blanca, que a veces me he encontrado yo en algún lugar donde venden muebles y si no me he sentado poco le ha faltado, y la mano derecha nos la tapan sus piernas cruzadas, ¿Qué libro, revista del Rastro, objeto encontrado en sus diarios sujeta ahí? Acaso no soporte nada, y lo más importante de esa foto sea ese espacio en blanco, en negro, ese misterio, como el cuadro dentro del cuadro Las meninas, del que tampoco sabemos más que fabulaciones, y sea todo tan claro que hacen falta muchos paseos, y miradas, y lecturas para darse cuenta de que al final lo importante en cualquier cosa que nos llame la atención, libro, verso, lienzo, sea algo que nadie sabe lo que es, como lo que hay en esa mano derecha, pero que es lo único que importa.
                                                                               (Sobre el artículo "Un rostro")