jueves, 6 de noviembre de 2014

EL GATO ENCERRADO Salón de pasos perdidos I (Andrés Trapiello) 2ª entrada



          Un día, de esos que levantas la vista del libro y se te queda la cara como al Paravicino del Greco, me puse a pensar cómo me llegó el nombre de Trapiello, por qué lo empecé a leer. Y no me puse de acuerdo si fue por la radio, a través de otro libro, por alguna amistad...
          Lo que sí recordé fue su primer libro en mis manos: Mil de mil. Hay varias cosas en ese libro que se me quedaron grabadas para largo, pero hay una que fue la que me hizo seguir leyéndolo: explicaba cómo había de ser el casco de una ciudad para que mereciese la pena: poder ser paseado durante un día. Él lo explicaba mejor, y seguro que no era exactamente así, e incluso con los muchos libros suyos que han ido cayendo, puede que lo meta en aquel por una confusión literaria, tan dada a la confusión y su provecho la propia literatura.
          También ayuda a la evocación de Mil de mil que fuese leído mirando desde el valle, en Toledo, así que la mirada perdida del Paravicino grequiano no tenía escapatoria para la belleza; mirase al libro, mirase fuera de él, con el alcázar coronando la ciudad y el Tajo alfombrándola, la vista se encontraba muy a su sabor.

          El gato encerrado lo he leído tres veces, una primera siendo el descubrimiento del Salón de los pasos perdidos, en volumen buscado en la biblioteca. Después compré los cinco primeros tomos del Salón en la feria del libro de lance de Recoletos, y volví  en una segunda lectura al Gato encerrado este verano, solapando su lectura junto con Moby Dick (en una playa de Nerja conocí el ceño de Ahab, y luego en la tarde me serenaba con el diario de AT). La segunda lectura no fue como esperaba. Tal vez absorbió mucho mi mente la desdicha y la grandeza de los arponeros del Pequod, pero leí muy deprisa el libro de Trapiello y no entré de verdad en el Salón.
          Esta tercera lectura, aprovechando que entraban los últimos rayos de sol de un otoño que echa de menos el verano, ha sido más provechosa, y me ha recordado que cada libro tiene una velocidad de lectura, quien diga lo contrario miente. La prueba se me presentó nítida este verano, cuando la penosa traducción de Moby Dick me obligó a releer cada página un par de veces, y en otros libros se pasan regularmente. No digamos ya de la poesía, es arte. Escribirla y leerla. Y entenderla, para sentirla de verdad.

          Por qué sigo leyendo los diarios con tanta disciplina es algo que no sé y que aquí no creo que nadie encuentre el motivo.
          En una charla que mantuvieron Andrés Trapiello y Carlos Pujol en la Fundación Juan March, el escritor del Salón de pasos perdidos leyó algo de una de las entregas de sus diarios, fundamentando en pocos contenidos esos libros: una visita al Museo del prado, un paseo por Madrid, y algunas pocas cosas más; y esto teniendo algo de enjundia para uno, que también gusta de esas cosas (ya ha dicho cien veces el propio Trapiello que sus lectores posiblemente se parezcan un poco a él), creo que no es lo más importante. Yo creo que lo mejor de estos diarios es que AT encuentra ese resquicio que dura muy poco cada día, por el que se ve "lo que tenemos que escribir". Sea de una visita al Museo del prado, de un encontronazo en Moyano, un grabado familiar o el pelo estudiadamente descuidado de la chica del semáforo.
          Ahora dirá el envidioso de turno "pero eso lo puede hacer cualquiera". Puede, pero uno que lo hace muy bien se llama Andrés Trapiello.
          Es decir, al escritor de verdad, las musas le abren un poco la puerta de la inspiración ante escenas más bien cotidianas o que desde fuera no son nada. Bien, pues hay que saber ver esa pequeña luz, parecida al blanco que enseña y guarda Don José Nieto, el aposentador de allá al fondo en Las Meninas, una pequeña rendija, por la que ver aquella escena, calle, situación de forma distinta a la normal, y ponerse a escribirla; sentarse y hacer algo con eso que parece tan poco y que podemos llamar realidad. O mejor, vida.